Seguramente somos muchos los que hemos sentido la sensación de que una cámara oculta nos observa en momentos fuera de lo que la lógica desearía. De repente, aparece el suceso inesperado, lo procesamos durante un segundo y enseguida giramos la cabeza buscando esa cámara a la que no permitiremos que nos deje en ridículo: «Sabemos perfectamente cuándo se nos está gastando una broma», pensamos.
—Pues no. Vaya por Dios. No era una broma ni la cámara oculta.
—¿Seguro que no?
—No.
—Pues vaya —repites.
Y es que son situaciones tan inimaginables como encontrarte una lagartija en el interior de la taza del váter, quien se había instalado para tomar las aguas mientras tú estabas de vacaciones, ajena a la okupación. ¿Cómo habrá entrado en el inodoro?, ¿cómo habrá entrado en la casa?, ¿sabrá nadar de espaldas?, ¿sabrá bucear y ha entrado por casualidad, mientras practicaba submarinismo en las cloacas? ¡Puaj! Inmediatamente, la mente aparta ese apestoso pensamiento para pasearse por una de esas leyendas urbanas en las que se habla de cocodrilos y caimanes en el alcantarillado de las ciudades. Y es que aún hemos tenido suerte: ¡Imagina si llega a ser un cocodrilo!, ¡nos habría roto la taza!
En fin, que no había cámara oculta. Damos fe (la buscamos durante horas).
Agosto 2009.
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