Los olores tienen la capacidad de transportarnos en el tiempo y el espacio.
Siempre que aspiro el aroma -no especialmente bello- de esas margaritas naranjas cuyo nombre desconozco, la mente reacciona llevándome a mi infancia y juventud en San Adrián y se me dibuja una sonrisa en los labios.
Es un mecanismo velocísimo y eficaz. No importa si te apetece la teletransportación o no: el olor te lleva de la mano sin dudar y de repente ahí estás, en ese lugar en el mundo que resulta que está conectado contigo y con el aroma conductor.
Y es que el sentido del olfato está infravalorado por quienes dicen que sólo sirve para disfrutar o sufrir ante fragancias y hedores. El olor, me repito: conecta recuerdos con sus protagonistas.
Es tan importante que, si uno repentinamente pierde el sentido del olfato, se le borra en la memoria a qué huelen las rosas, las heces, las gambas o las cloacas. Curiosa reacción, la del olfato, ¿o será cosa del cerebro, que cierra la puerta al recuerdo de lo olido para no añorar las teletransportaciones olfativas?
En cualquier caso, mientras podamos, disfrutemos del olor de los recuerdos (si son buenos, claro, que para penitencias ya están las de los nazarenos de la Semana Santa)