Día tras día he mirado y remirado, cuidado, mimado (bueno, esto último sólo un poquillo), regado y vigilado unas plantas de fresas silvestres. A cambio, las múltiples y apelotonadas plantitas han ido gestando una única fresita cónica, no demasiado bonita pero cada día más apetecible. APUNTE: NO echar todo un sobre de semillas en una única jardinera: es una mala idea. La fresita ha ido creciendo y enrojeciéndose. Con una paciencia insólita, la he ido girando para que le diera el sol por toda su minúscula superficie para así, darme el sábado un señor banquete con mi liliputiense y ajardinada fresa silvestre.
Sábado por la mañana, el jardinero ve la fresita, sonríe y espera a que poco después yo la descubra también, preparada para ser disfrutada.
Dos horas más tarde, salgo a ver a la fresita y… ¡desaparecida! ¡está desaparecida!
Busco por todos los rincones del lugar, estoy incluso por interrogar a las lagartijas, testigos de tamaño misterio. Pero la fresita no aparece y en su lugar tan solo se vislumbra lo que fuera el ¿pedúnculo? Desconozco si se le llama así: me refiero a la parte verdosa que une el pequeño tallo con la ansiada frutilla.
Vuelve el jardinero y le pregunto, primero intrigada: ¿y la fresita?, luego seria ¿y la fresita?, más tarde enfadada ¿y la fresita?, después desesperada ¿y la fresita? Pero jura no saberlo una y otra vez y tengo que creerle.
Nuestra querida fresita nunca apareció, pero algunas tardes nos parece oír la extraña risa de un mirlo.
Off the record: Como pille una piedra a tiempo te vas a quedar sin dientes, pajarraco ladrón.