El otro día decidí comprar un espejo a una amiga que regenta una tienda de muebles. No es que me interesara tener uno, pero ante su insistencia y su mirada de cordero degollado, no tuve opción.
Siempre me las he arreglado bien para peinarme sin espejo. De hecho, desde que vivo sola no he tenido ninguno y las colas de caballo me salen de maravilla, pero el caso es que tras tapar el «Eres y estás muy guapa» que rezaba sobre el lavamanos me sentí algo menos estupenda, y cuando quité el fino envoltorio del espejo… ¡llegó el horror! No sé cuándo mi cabello se había vuelto bicolor, pero se reflejaba a franjas grises y negras como una bandera; mi cara estaba surcada de arrugas tan profundas como un campo recién arado; mis ojos se habían vuelto diminutos pese a tenerlos abiertos como ensaladeras por la impresión, aunque lo peor era el tremendo bigote que me había salido.
Tuve que sentarme, pues pensaba que me iba a desmayar.
Pasados unos minutos me alcé y me encaré a ese nuevo yo tan desconocido hasta entonces con la esperanza de que todo hubiera sido una ilusión o, incluso mejor, una broma de mi amiga, que habría preparado un espléndido montaje sobre el espejo… pero no. El declive físico era real y agradecí que se me mostrara de una manera tan clara. Ya no era ni de lejos la muchachita con coleta de hace veinticinco, bueno, treinta años… y tenía que hacer algo antes de completar esta transformación que me llevaba camino de ser un yeti.
Empecé quitándome el bigote. Estaba acostumbrada a depilarme las piernas cada tres semanas y la depiladora eléctrica era perfecta para ello, así que decidí probarlo para el mostacho… Si alguien me está leyendo… que no lo haga. Funciona, sí, pero en lugar de bigote, una luce durante dos semanas una costra de color melaza que como mínimo da repelús.
Tras ello, opté por el cabello. Compré un tinte rojizo para que me animase un poco y lo apliqué mechón a mechón, con toda la paciencia del mundo. Esperé el tiempo de pose indicado y me aclaré el pelo. ¡Madre mía! Tenía manchas de tinte por toda la cara por la falta de práctica y, para postre, el cabello brillaba bajo un estruendoso color naranja-bruja al que su largura no ayudaba nada. Llamé al servicio de urgencias de la marca de tinte y por suerte me indicaron cómo hacer desaparecer las manchas, pero el color bruja no había manera de quitarlo. En un arranque de histeria cogí las tijeras y ¡zas!, adiós melena.
Pensé que ponerme una mascarilla y unas rodajas de pepino en los ojos ayudarían a calmarme —pues dicen por ahí que produce bienestar— aparte de que amortiguarían las zanjas de mi cutis. Me unté con la mascarilla que regalaban con el champú aquel tan bueno y, como no encontré pepino en la nevera, empleé calabacín. A los pocos instantes noté cómo actuaban sobre mi piel y sonreí al pensar que por fin algo funcionaba, que las células muertas dejaban paso a las vivas y rejuvenecidas, y me convencí de que el leve escozor era normal, puesto que era la primera vez que sometía a tratamiento a mi asalvajada piel.
Pasado el tiempo recomendado en el envase, y cuando el escozor era poco menos que irritante, retiré mascarilla y calabacines y casi me caigo del susto: la mascarilla me había provocado alergia y toda la cara salvo el contorno de ojos, que se había vuelto de un amarillo verdoso, estaba salpicada de granos de color rojo pasión. Me vestí y salí corriendo a urgencias porque en el envase de la mascarilla no había instrucción alguna sobre qué hacer en estos casos con la excepción de una diminuta advertencia sobre «hacer una prueba antes en un lugar oculto» que es obvio que había ignorado.
Con el pelo mal cortado de color zanahoria, bigote de miel, una única y enorme ceja —tras el éxito de la depiladora eléctrica con el bigote no me atreví a seguir—, la cara repleta de granos rojos y ojos de reptil, me personé en el hospital donde, tras un leve susto por parte del personal, trataron la alergia, y sin mediar palabra me obsequiaron con la tarjeta de una peluquera y esteticista.
Recelosa a la par que desesperada, la llamé al día siguiente y me atendió esa misma mañana, por suerte, porque no quería ir a trabajar con tal desastroso aspecto. Me cortó el pelo bien cortito, enmascaró el terrible color calabaza con la promesa de que en un par de meses se podría volver a teñir pero debidamente, me perfiló las cejas y maquilló levemente el bigotito de miel para que no se viera tanto. En cuanto a las arrugas, me dijo, mejor no hacer nada mientras estuviera en tratamiento por la alergia. Me regaló un lápiz de ojos de color blanco «para agrandarlos» cuando quisiera y no me quiso cobrar nada. Al preguntarle por qué era tan amable, me llevó al aseo de su establecimiento, situado una planta más arriba. Era su apartamento, me dijo mientras bajaba una cortina veneciana ante el espejo. En esta aparecía una frase pintada con alegres colores: «Hoy estás especialmente guapa.».
—Hasta hace cinco años tampoco tuve espejo sino esta frase pintada en la pared, y es que siempre es cierta, pero ayuda el echarse una ojeada de cuando en cuando, ¿no crees?
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Me encantaría leer tus comentarios.