En las novelas caballerescas, los gobernantes o aspirantes a serlo acostumbran a dividirse en dos tipologías inequívocas: el altruista, fuerte de carácter y bondadoso, y el codicioso, megalómano y malvado.
Estas historias de un supuesto pasado plagado de peligros y de grandiosas hazañas poseen un magnetismo encantador que hace que ignoremos su halo imaginativo en cuanto a las simples cualidades de los gobernantes. Sólo nos interesa – en teoría – la parte imaginativa en cuanto a los dragones, las gestas, las hadas, la valentía o la audacia y creemos obviable la parte en la que se habla de reyes y caudillos.
¿Acaso no es precisamente la que resulta más atractiva para el alma del niño esperanzado que llevamos dentro? Aquella que lleva el enfrentamiento entre el bien y el mal a las manos de nuestros titiriteros, con la ilusión de no sentirnos los peones del ajedrez.
Lástima que cualquiera no pueda decir alegremente “jaque mate” y se vuelva a empezar la partida.