Esta es la historia de una mujer que no podía dibujar.
Cuando era pequeña reflejaba sus inquietudes en el dibujo, hora tras hora y día tras día, de una forma anárquica y conmovedora. Pero llegó un momento en el que su vida cambió de rumbo, y dejó de dibujar a modo de duelo.
Para cuando quiso volver a su antiguo hábito, ya era demasiado tarde: era incapaz de coger un triste lapicero y más aún de reproducir algo con él. Ni la figura más simple. Mano, cerebro y lápiz se negaban a cooperar.
Tenía dos opciones: insistir una y otra vez hasta conseguirlo o cambiar de forma de expresión.
Tal vez fuera cierto aquello de que todos evolucionamos con el tiempo y también lo hace nuestra forma de expresión. Tal vez tan solo se tratase de un pretexto para su dejadez.