Ayer vi a un elfo subir al mismo vagón que yo.
Tuve la tentación de sentarme en sus rodillas para decirle mis deseos de cara a la próxima Navidad, pero mi pareja me contuvo: «No, no es un elfo de verdad», dijo. «Pero… va vestido como tal —protestó mi alma de niña— déjame ir, que tú no sabes de cuentos de hadas».
Así, bajo su mirada avergonzada por lo que yo iba a hacer, me dirigí hacia el elfo del tren.
Me presenté, le pedí sentarme en su regazo y me sonrió afirmativamente, un tanto colapsado por mi atrevimiento.
Le conté mis anhelos mientras jugueteaba a estirar la minifalda, que así sentada, se veía más corta que nunca.
El elfo sonreía a cada palabra mía, con la mirada un tanto despistada por mis estiramientos de falda (normal, yo no paraba y claro, lo despistaba) y me decía que Papá Noel sería bueno conmigo y que me concedería todo cuanto quisiera, puesto que había demostrado que yo era una buena chica que alegraba la vida a los extraños (yo no entendí muy bien a qué se refería, pero supongo que él sí que lo sabría, ya que era un elfo de verdad).
Llegó nuestra parada, así que me despedí de él con un par de besos y un abrazo suyo (qué tierno) y bajé del tren con mi novio, quien inexplicablemente estaba enfadado conmigo y me decía que o bien era tonta de remate, o bien una fresca. No entendí por qué se me decía esas cosas pero lo que sí tenía claro es que si mi novio hubiera sido un elfo, sería tan tierno como el del tren, que aún me sonreía desde su asiento.