Una mujer friolera se pone unos calcetines en el tren, pero este se pone en marcha antes de acabar de cerrar las puertas por lo que el zapato se resbala y cae al andén sin que su dueña pueda hacer nada por evitarlo.
El zapato se queda abandonado en el andén por el que solo pasan unas 10-15 personas al día.
Todos reparan en el zapato, fino y de tacón bajo y, sin embargo, nadie lo recoge. Su dueña ya pasará a buscarlo y allí lo encontrará más fácilmente.
Llueve, y el zapato sigue triste y solo.
Pasada una eternidad, una mano caritativa lo resguarda bajo el porche de la destartalada estación, acomodándolo en el banco de piedra.
Un niño, aburrido, lo ve y lo emplea cual pelota improvisada hasta que su madre le riñe, así que el zapato, golpeado y solo de nuevo, se queda en un rincón.
En esta ocasión es un perro quien se fija en él y lo mordisquea porque le molestan los molares. ¡Un gato! El perro deja al maltrecho zapato para perseguir al felino.
Han pasado ya tres horas y el zapato pierde toda esperanza de reencontrarse con su dueña. De nuevo bajo la lluvia… se deja morir.
Son las cuatro de la tarde. Una mujer semidescalza baja del tren, escudriñando cada rincón de la estación hasta que al fin lo ve: son los restos de su zapato. Su cabeza le dice que ya nada puede hacer por él, pero su corazón le insta a recuperarlo y repararlo.
Con sumo cuidado, lo recoge y se lo lleva a casa. Con mimo y tesón lo limpia y al día siguiente lo lleva al zapatero, quien la mira con aire reprobatorio: ¿qué tipo de persona sería capaz de maltratar de semejante manera a un zapato? No obstante, acepta el encargo (todo un reto, la verdad sea dicha) y días después el zapato vuelve dichoso a manos de su dueña.
Ahora es un zapato feliz, al sentirse apreciado y necesario en la vida de una persona porque ¿quién no se sentiría así en la misma situación?