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martes, 23 de agosto de 2011

Vanitas vanitatis et omnia vanitas

(Vanidad de vanidades y siempre vanidad)

Un cierto malestar íntimo al mirar el espejo provocó la decisión de empezar un régimen que me haría adelgazar hasta verme satisfecha por el fruto del esfuerzo. Y el problema comenzó justo entonces, porque la satisfacción se tornó en vanidad. Así, cual Narciso del siglo XXI, me vi aprisionada entre los reflejos de espejos, escaparates, charcos y retrovisores; la enfermedad fatua me había hecho su presa.

Al principio me lo tomé a risa, puesto que jamás había sentido nada semejante. Más tarde, lo justifiqué, ya que no era más que la satisfacción de una meta cumplida. Pero, al final, vi la cruda realidad: estaba sola frente a esa carcelera que era la vanidad, y nadie podría ni querría ayudarme, pues había aburrido a conocidos y a extraños con mi nuevo yo.

Entendida la envergadura del problema, tracé complicados planes de ataque que no funcionaron, pues cada vez que pasaba cerca de un espejo, tenía que mirar mi reflejo con deleite. La situación era terrible, y lo peor era que yo misma había provocado tamaña esclavitud. Era incapaz de relacionarme con nadie o incluso trabajar. La vanidad se había apoderado de mí, con lo que yo estaba a su merced.

Un día, sin embargo, mis ojos vieron algo más allá del reflejo de un escaparate: «¡pasteles!». Se vislumbraba una posibilidad remota y drástica, pero había que intentarlo. Aprovechando un descuido de mi inflamado ego, compré dos pasteles de mantequilla y los engullí en un suspiro. Y así hice cada día.

De esta manera, entre descuido y descuido de mi carcelera, recuperé la libertad y la felicidad. En el fondo había sido más sencillo de lo que nunca hubiera imaginado.

Ahora tengo amigos, un trabajo y una vida normal gracias a mis 160 kg de oronda felicidad.